
Después, van a parar a lugares donde la protección es la póliza que la sociedad paga para seguir creciendo. También a veces -con mucha frecuencia en la historia- hay quienes con su firma sin calificativos satisfacen crueldad con crueldad y utilizan con impunidad los mismos métodos con que se ha juzgado colectivamente el delito: En la actualidad, se condena a muerte por ahorcamiento, fusilamiento, electrocución, inyección letal, decapitación o lapidación.
Pensamos que matar es un acto de cobardía, abuso o enajenación y lo asociamos a un estado de primitivismo humano lejos de nuestro ámbito. La incultura, la miseria, la irreflexión, las pasiones malignamente canalizadas son factores que convierten en asesino a un alguien, que a veces parecía tan normal, e inmediatamente ese ya casi no ser forma parte del sector despreciable de la sociedad, y no sin razón. Solemos en la medida de lo posible situarlo en el lugar que garantice que no afectará al nuestro.
Nadie quiere morir, y menos a manos de la intención de otro. Pero un día, un alguien estampa su nombre en un documento y el asesino pierde su vida, igual que lo hizo su víctima, o igual que nada si fue por un delito común. En este octubre de 2007, 90 países mantienen la máxima odio con odio se paga, como si se hubiera demostrado alguna vez que allí donde existe matar oficialmente se mitiga algún peligro de violencia, como si ésta tuviera como única causa la vida.
De entre esos noventa países, 38 son estadounidenses: Nueva Yook, Wasington, Indiana, California o Texas, entre ellos, el último con récord de ejecuciones mientras el actual Bush fue gobernador (152 personas en 6 años): "Nunca en Texas se ejecutó a una persona que no se lo mereciera", dijo en una ocasión. Su hermano en Florida, Jeb, firmó una sentencia antes de que los análisis genéticos comprobasen que el acusado no podía ser el asesino. Tuvo suerte, Jeb, el reo murió de cáncer antes de la ejecución y durante los once años en prisión que el azar, la desgracia, le brindaron. Su nombre era Frank Lee Smith. Hay más de uno.
Trece países, entre los que se encuentran Argentina, Perú, México, Brasil o Israel, mantienen la pena de muerte aunque, transcurrido el tiempo, llegaron al acuerdo de que no por delitos comunes, como robar por ejemplo. Albania de ellos fue el último que lo recogió en ley en el año 2000.
Veintiún países mantienen la pena de muerte a la vez que el compromiso internacional de no aplicarla en diez años. Son países pobres que necesitan otras ayudas a cambio de no matar oficialmente como Bután, Congo, Gambia, Malí o Níger. Esto nunca le pasará a EEUU aunque se nos enseñe que en la vida el dinero es lo de menos. Entre los anteriores está Turquía, cuya última ejecución fue en 1984.
Los periódicos de hoy mostraban la imagen de dos ahorcados en Siria envueltos en sus propias sentencias y expuestos durante horas públicamente. La prensa internacional no se ha resistido a ofrecerlos como espectáculo didáctico sobre la muerte, y es difícil que cualquier lector aparte los ojos de esa imagen y obvie un comentario de rechazo o de curiosidad. La muerte nos une.
Un pueblo entero obstruye ya las calles del tránsito. Las ventanas y balcones están coronados de espectadores sin fin, que se pisan, se apiñan, y se agrupan para devorar con la vista el último dolor del hombre.
-¿Qué espera esa multitud?- diría un extranjero que desconociese las costumbres-. ¿Es un rey el que va a pasar; ese ser coronado, que es todo un espectáculo para un pueblo? ¿Es un día solemne? ¿Es una pública festividad? ¿Qué hacen ociosos esos artesanos? ¿Qué curiosea esta nación?-Nada de eso. Ese pueblo de hombres va a ver morir a un hombre", escribió Larra en 1835. Han pasado casi dos siglos y de nuevo esta mañana los ojos de la colectividad leían en esos cuerpos inertes que la muerte no es solo pérdida de la vida, es castigo y lección, y si el trabajo sucio lo hacen los otros, mucho mejor. En breve saldrá la edición en castellano de "Las benévolas", novela del americano y escritor en lengua francesa Jonathan Littell. Se trata, como él mismo ha declarado, de una reflexión extensa sobre la naturaleza del crimen de Estado y sus verdugos, temas que confiesa le apasionan.